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  • La Ley de colonización e inmigración de 1876, conocida como Ley Avellaneda, decía que se consideraba inmigrante aquella persona que llegue en barco a vapor o a vela, en segunda o tercera clase y que tenga menos de 60 años, libre de defectos físicos o enfermedades, con lo cual, a aquel que pasara por estas circunstancias no le permitían ascender.

    Llegar a América significaba una duración de alrededor de 30 días, según las tormentas y otras dificultades que afrontaban. En primera clase viajaban los ricos argentinos que regresaban al país, sumando médicos, sacerdotes y oficiales. Los inmigrantes lo hacían en 3ª clase, a un costo menor, pero hacinados en espacios reducidos, bastante mal alimentados, la temperatura en los camarotes, en verano, era insoportable por lo que muchas veces dormían sobre el puente. Traían lo que podían cargar y con escaso dinero luego de pagar el traslado al puerto y el viaje mismo.

    En principio, a quienes fallecían en alta mar los arrojaban al agua, pero posteriormente los barcos debieron llevar una cámara apropiada, en lugar alejado de la carga y en el compartimiento de las anclas, dado que este era ventilado. Se los colocaba en cajones dobles y conservados en sal gruesa. En estos casos, el capitán proporcionaba los datos del fallecido al arribar a las instalaciones portuarias. Lo mismo sucedía con los nacimientos. Pero no podían suministrar datos de quienes venían como polizones.

    Si se habían producido epidemias a bordo, se demoraba el desembarco ya que se debía respetar la cuaresma, lo cual solía suceder en la isla Martín García, caso contrario lo hacían en el puerto de Buenos Aires, único del que se conservan datos, pero también lo hacían en el La Boca y en el de Bahía Blanca.

    Al llegar a tierra eran transportados en carretas o en botes a los lugares determinados para recibirlos.

    Para alojar inmigrantes existieron varios lugares. En julio de 1857 se había alquilado un local en la calle Corrientes 8, con pocas personas distintas nacionalidades pero debió cerrarse por orden de la Municipalidad, quien cedió entonces un terreno en Palermo, de 8 manzanas, donde se ubicaron casillas de madera y 30 carpas para hasta 30 personas cada una. En este asilo provisorio hizo estragos la fiebre amarilla.

    Nuevamente la Municipalidad decide levantar este campamento y trasladarlos a la denominada Quinta Bollini, con muchas incomodidades, donde también debieron sufrir la epidemia del cólera, motivo por el cual se enviaron a varios hacia el interior del país, que a poco de su llegada encontraron trabajos remunerativos. Pasada la epidemia los inmigrantes fueron re ingresados a la calle Corrientes. En 1884 nuevamente el cólera afectaba a la población, por lo que debieron ser enviados a otro lugar. Se comenzó a usar un asilo en San Fernando y otro en Caballito.

    En 1878 se inaugura el hotel de inmigrantes denominado “El Redondo” y en 1911 el actualmente conocido como “Hotel de Inmigrantes”. Dormían y comían separados los hombres de las mujeres y niños. Tenían un lugar destinado a depósito, otro para lavandería y una oficina de empleos.

    Podían quedar aquí por no más de 30 días.

    Algunos ya venían con un destino determinado, por invitación de amigos o familiares. Otros debían esperar las oportunidades que les ofrecían. Y los traídos por las empresas colonizadoras, eran trasladados al lugar indicado para fundar un pueblo.

    Lo más importante es saber que el inmigrante italiano era cumplidor con las leyes argentinas, trabajador incansable y respetuoso de las tradiciones propias y las adoptadas al llegar.

    En 1890, la Sociedad Geográfica Italiana decía :"...los salarios ganados por los trabajadores italianos...alcanzan para cubrir las necesidades de la vida y para gente sobria y con condiciones para juntar ahorros como lo demuestran las grandes y pequeñas fortunas hechas tanto por italianos que residen allí como por los que regresaron a su país..."

    Así eran nuestros abuelos, los que nos dejaron por herencia aquello que ellos sembraron para sí y para nosotros, sus descendientes.

    Por María Teresa Biagioni



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