- Otros cuentos de Mabel Pruvost de Kappes:

• Un horizonte de agua

El mareo es un monstruo verde que nos asalta día y noche. Nos acorrala. Era tan fuerte la esperanza, pero hoy es sólo una débil hilacha.

-Mère…

La sonrisa de mi niña derrite la escarcha.

-Ma petite…

Contigo soy capaz de cruzar todos los mares. Por ti descubro una fortaleza que ignoraba.

Ven a mis brazos, acúnate en mis faldas. Que huyan despavoridos todos los fantasmas. El miedo queda lejos, si tu fe me acompaña.

Ven aquí, mi niña. Contaremos estrellas, imaginaremos mañanas pobladas de flores, con cantos de hadas. Construiremos juntas un sueño grande, en el que habiten nuestros amores, en el que tengamos calma.

-Ya falta poco –digo mientras oculto el temor a lo incierto-. Mira, tu padre nos acompaña. Hoy comeremos juntos, como hace tiempo, en nuestra patria.

Hasta mi hombre, duro como la piedra, fuerte como una espada, parece harto de tanto traqueteo sobre un barco que es prisión y coraza.

Algunos han quedado en el camino, pero es mejor ni pensarlos.

Me asaltan las dudas malas. ¿Habremos hecho bien en alejarnos? ¿Será el futuro una promesa dorada? ¡Qué difícil es sentirnos bien cuando nos acorrala la realidad! Inunda nuestra vista un  horizonte  de agua salada.

 Ya cruzamos el Ecuador. Es menos lo que falta. Y se me estruja el corazón al verte triste, princesa mía, pedacito de mi alma.

-Mère.

-Ma petite… es poco lo que falta. Muy pronto bajaremos a tierra, te regalaré un trozo de suelo firme y bendeciré cada una de tus lágrimas. Para que tu futuro sea azul, como tus sueños. Como tu alma.

 

 


• Un árbol, una casa

Llegamos.

¿Es aquí? ¿Era esto lo que nos aguardaba?

Las preguntas se agolpan en mi garganta, las veo en los ojos de mi hombre, y en las manos de mi niña que estruja mi falda.

¡Qué extraño se ve todo! Y no hay casi nada.

Unos pocos ranchos de adobe… la promesa traicionada.

Algunos animales… y son tantas las almas.

-Levantaremos las casas que hagan falta. Vengan a mí los hombres, comencemos la tarea -es grande el desafío. Inmensa la promesa y mayor la esperanza.

Sembremos la semilla del esfuerzo, que brote desde las entrañas. Que se haga flor y fruto en los jóvenes, que hunden, junto a los mayores, la pala. Aprenderán que no todo se regala. Que hay que ganarle a la vida, con sudor y con confianza. Que vinimos a sembrar, y primero plantaremos nuestras almas. Para que nadie escape. Para que todos entreguen lo que haga falta.

Está en juego un sueño grande, el que teníamos en nuestra antigua tierra. La que será nuestro origen para siempre, pero hoy estamos para levantar  una nueva patria.

Para valientes son los desafíos. No nos van a ganar la desidia y el cansancio. No nos roerán las ganas.

Tal vez no sea lo que imaginamos. Tal vez falta mucho por hacer. Tal vez nos burlaron, o entendimos mal. Pero aquí estamos. Con las manos limpias, con el corazón listo,  fresca las ansias.

Hagamos el esfuerzo, construyamos un mañana. Para eso nos llamaron. Si una proeza apremia, hagámosla. Está en nosotros construir lo que falta.

Llegamos con nuestros baúles repletos de sueños. Quizás otros nos seguirán más tarde, nuestro desafío es  echar raíces en una tierra nueva. Lo lograremos. Sembraremos. Surco a surco la semilla de la fe, la regaremos con amor, la cuidaremos día a día. Veremos los retoños que crecerán con trabajo y mucho empeño. El sudor cotidiano y alguna que otra lágrima  serán  riego fecundo que multiplique espigas. Apostaremos fuerte por el futuro. Pondremos cuerpo y alma, para que nuestros  hijos crezcan felices y comprendan: un pasado europeo que queda muy lejos y un futuro argentino que merece el esfuerzo.

Y aunque poco a poco las huellas de la vida vayan separándonos, algún día nos encontraremos y reconoceremos.

Fortaleceremos  la memoria, evocaremos a los abuelos. Los afectos se harán fiesta…  lazos que cruzan de una a otra alma. De una ilusión hacia todas.

Al final, cansados y felices daremos cuenta del esfuerzo. Seguiremos  soñando en muchos idiomas, en muchos colores con la oportunidad de volver a sentir a flor de piel lo mismo que sentimos cuando partimos: la esperanza.

 

 


• La libélula

El colono fuerte estaba construyendo su rancho. Se desentendía completamente de la mujer y los niños. Ella estaba muy preocupada por contener a las cuatro criaturas porque ya llegaba la noche. Los tres mayores corrían como si les sobrera la energía. El pequeño, de cuatro años, la preocupaba más.
Durante el largo viaje en barco, el chiquilín sólo se había ocupado en cuidar una cajita de madera, pequeña, pulida con esmero, que encerraba en las manitas y, decía, le había regalado su abuela. Ella nunca había visto el objeto en casa de su madre, ni siquiera dos meses antes de partir, cuando limpiaron el lugar porque la mujer había fallecido. Tal vez fue algo que consiguió la nona para reducir, en el nieto, el dolor de la separación.
Al principio, los hermanos mayores bromeaban con quitársela. Pero, una vez que lograron arrebatársela el pequeño Alois se había puesto tan morado, que todos se asustaron mucho y ya no le hicieron más bromas.
Cuando el techo estuvo en su lugar, la familia entró en su precaria casa. Armaron catres para los niños y Alois encontró un hueco en la pared para depositar su cajita muy cerca de su cara. Así durmió esa primera noche y las siguientes. En realidad comía, paseaba, compartía con los demás pequeños, todo lo hacía en compañía de su caja.
Cierto día, François, el hijo mayor se acercó confidente a la madre y le dijo:
-¿Sabés mamá, qué es lo que tiene Alois dentro de la caja?
-Oh, hijo, ¿no habrás importunado a tu hermanito? –lo regañó su madre
-No, mamá, él permitió que lo viera porque lo llevé sobre mis hombros cuando cruzamos el río.
-Bien, y ¿qué es lo que tiene?
-Una libélula. Es preciosa, mamá, y no parece muerta.
Desde ese día, la madre buscó alguna ocasión para ver el insecto. La abuela de pequeño Alois amaba las libélulas: las bordaba, las pintaba. Por eso no le extrañaba que le hubiera regalado una al benjamín de la familia, para mantener su recuerdo vivo en él.
Pero, a ella nunca le permitió observarla. Y respetó el deseo de su hijo.
Un día, la peste asolaba la aldea atacando a los más indefensos. La madre no sabía cómo hacer para proteger a su prole, por eso nunca se explicó cómo, una tarde, Alois había desaparecido. Nadie lo encontraba por ninguna parte. No estaba en el rancho, ni en los vecindarios. Ni a la orilla del río. Ya no sabían dónde buscarlo cuando François apareció muy agitado. Venía desde la casa y traía en sus manos la caja de Alois.
-Mirá, mamá –dijo abriendo la caja.
Y los ojos de la madre se llenaron de lágrimas cuando en el fondo de madera no había una libélula, sino dos.